
COLUMNA

Maximiliano Díaz Santelices
Profesor de Literatura
Poeta
EL LITORAL DE LOS POETAS
“Todo es poesía / menos la poesía” (N. Parra)
A una hora y media de Santiago, en auto o en bus, directo por la Autopista del Sol o por la Ruta 68 (desviándose hacia la costa en Casablanca) llegamos al Litoral Central o, como fue bautizado por algún siútico, publicista y/o experto en márketing: “El Litoral de los poetas”. Hace muchos años, cuando aún no tenía este nombre tan rimbombante, se podía llegar en un tren de carros de madera que partiendo de la Estación Central pasaba por largas y silvestres estaciones con nombres como Padre Hurtado, Talagante, El Monte, Melipilla, Leyda, también se cruzaban algunos túneles y en el puerto de San Antonio su estación quedaba donde hoy está la puerta de ese mall-casino con forma de barco “pseudocubista”, hasta que por fin se llegaba a la punta de rieles: Cartagena, estación de la que hoy quedan solo recuerdos, vestigios o alguna que otra foto en sepia.
“El litoral de los poetas” esta audaz sinécdoque que nombra el todo por la parte, suponemos que el creativo la usó en este caso, pues tres poetas chilenos (quizá los más “importantes”) buscaron refugio y soledad en sus costas, huyendo como diría Fray Luis “del mundanal ruido” para poder escribir sus versos. Claro que hoy esto es una utopía, especialmente durante los meses de verano, donde estas playas sufren la invasión de un depredador natural: los veraneantes, quienes equipados con aparatos, cada vez más sofisticados, reproducen con una potencia inusitada, la música de moda para ellos y todos sus vecinos, dejando cicatrices en la arena: infinidad de envases de todo tipo, basura de distintos colores que otros veraneantes aumentarán con colillas de cigarros, pañales desechables, botellas, latas, suciedad humana que perdudará años, décadas. Hace unos días leí la noticia que, en una playa de la comuna de El Quisco encontraron un envase de un helado de la década del ‘70 del siglo pasado, casi intacto. ¡Cincuenta años enterrado!
Durante la primera mitad del Siglo XX en Cartagena, sobre un cerro, vivió el poeta Vicente Huidobro, padre del Creacionismo, quien afirmaba que era el primer y único poeta que había existido, pues los demás solo copiaban la realidad y solo él era un creador auténtico. Su familia fue dueña de gran parte de esta ciudad en la que pasó sus últimos años. Este balneario cuyas playas de arenas negras, semejantes a muchas de Europa, sirvió de inspiración a las familias ricas de la época, para crear su propia Costa Azul, con palacetes, mansiones y casas señoriales, construidos con materiales importados, traídos desde el otro lado del Atlántico, para una aristocracia cuyos descendientes hace ya rato los abandonaron por otras posesiones mucho más exclusivas y menos accesibles. Hoy, en ruinas, sirven de albergue a veraneantes de escuálidos fondos, gente popular que pueden veranear, por poco. Así se fue transformando desde un balneario de lujo para la aristocracia, hasta uno muy proletario, muy lejos del sueño y de las aspiraciones de las familias de clase alta que lo visitaban hace un siglo.
Para llegar a la que casa donde vivió y murió Huidobro, hay que subir cerros de calles sin pavimentar, al costado casas bajas muy precarias nos dan la bienvenida. Después de varias curvas polvorientas, arribamos a un museo bien estrecho y un tanto prescindible, con que la fundación, que cuida la memoria del poeta, nos quiere informar quien fue este hijo de la aristocracia santiaguina. Con paredes atiborradas de fotos de su vida, llenas de reproducciones y muy pocos documentos originales pues, según se dice, los herederos del poeta vanguardista los mal vendieron o regalaron. Lo bueno es que nunca hay gente, ni grandes colas a la entrada. Algunas cuadras más arriba de la casa-museo, sobre una colina que domina la ciudad, que está cada vez más cerca con sus construcciones modernas, pero espantosas, está su tumba. “Abrid la tumba / al fondo de esta tumba se ve el mar”, dice en la lápida y no faltó el borracho idiota que hizo caso a la instrucción y trató de abrirla y otros que, como homenaje, llenaron la tumba, del creador de ese lenguaje inaugural y cósmico de Altazor, con grafitis y botellas vacías.
Pienso en eso mientras camino por la terraza de Cartagena, entre la playa grande y la chica, fotografiando el deterioro de las casas, algunas verdaderas hazañas arquitectónicas, aún en pie, que miran al mar o las placas que han puesto los fieles en agradecimiento a “La Virgen del Suspiro”, entonces recuerdo los versos de Enrique Lihn que creo que habría que releer a la luz de este paisaje: “…una ruina de lo que no fue entre los restos de lo que fue un / balneario de lujo / hacia 1915, con mansiones de placer señorial convertidas en / conventillos veraniegos…”.
Hacia el norte, en una localidad con una hermosa playa, Neruda compró una cabaña de piedra para refugiarse con su mujer de entonces, Delia del Carril, después de la Guerra Civil Española, en esa época a este sector se llegaba solo a caballo y, según la tradición, fue el mismo poeta quien la bautizó como Isla Negra. Paraíso ideal donde se podía escribir y vivir de manera aislada, criticando al demonio del capitalismo y poniendo al proletario como héroe de la gran patria socialista. A medida que los premios y el reconocimiento arribaron, la casa se fue ampliando, Delia se quedó en Santiago para siempre y la casa cambió de dueña, llegó Matilde Urrutia y se acumularon sus colecciones de conchitas, caracolas, mascarones y copas de muchos colores. Trajo unos juguetes: el locómovil y la lancha para marineros de tierra firme que hoy yacen en el jardín y se forjó la leyenda del poeta comunista que tenía una casa en “primera línea”, frente al mar. Lugar que ahora también es su tumba mirando la playa otrora solitaria. Es así como hoy es visita “obligada” de todo extranjero que, con pretenciones culturales, toma un tour que los lleva a esquiar a Valle Nevado, a catar mostos a las viñas del Valle de Casablanca y a conocer la famosa casa, anclada en un territorio que de Isla solo tiene el nombre.
Paisaje soñado para un poeta y hoy también para sus vecinos que, gracias a tan ilustre personaje, han visto como sus terrenos han subido de precio y ahora son avaluados en millones de dólares en el mercado de los bienes inmobiliarios. Claro, hay que soportar a los visitantes que como moscas repletan la playa al frente de la casa, adocenando el panorama, enturbiando la tranquilidad para siempre; a los “artesanos” que venden sus productos, imitaciones baratas de las magníficas colecciones del vate, productos en general de mal gusto para aquellos que quieren llevarse un recuerdo de la visita, nada exclusivo, por supuesto, pero da lo mismo. Aquí “la poesía” da de comer a mucha gente: bares, restaurantes, sitios todos que nos recuerdan que aquí vivió por tantos años “el poeta”. Mi duda, claro, es si estas visitas aumentan los lectores de la obra nerudiana, aumenta su conocimiento más allá del poema XX o lo que en realidad importa (y es por lo que la gente hace fila y paga la entrada a la casa-museo) es “vivir la experiencia” de contemplar los objetos que tocó Neftalí, pasear por los jardines, imaginar que te sientas en el bar a tomar una copa con el vate, mirar la playa desde la altura de su refugio y sentir que uno también podría escribir poesía si tuviera la inspiración de una casita en la costa como esta, con ese ventanal donde revientan las olas, con esa chimenea cálida en invierno y, sobre todo, con ese pisco sour calipso que se toma en el resturante vecino.
El fenómeno no es nuevo, en otras partes del mundo ocurre lo mismo. La estrella cultural (el artista) se transforma en un ícono pop. Otro producto más del mercado. Así su casa, lugares donde vivió, escribió, tomó café, se emborrachó, está enterrado, etc. son espacios de peregrinaje no solo de estudiosos del autor o lectores fanáticos, también una caterva indefinida de turistas que no han leído mucho al autor (eso da lo mismo), pero se llevan fotos, chapitas, poleras o jarros con su imagen. Así ocurre en Praga con Kafka, en Florencia con Dante, en la Habana con Hemingway, en Londres, en París, en Madrid, en NYC, en Isla Negra, en Santiago de Chuco y un largo etc.
La mentalidad moderna hacía ver todo en blanco o negro, eras amigo o enemigo, eras Hudobriano o Nerudiano, eras de Cartagena o Isla Negra. Estos dos grandes poetas no cabían en Chile, solo uno era “el poeta”. Pero el que va a romper esta dicotomía será el antipoeta Nicanor Parra quien se instalará entre estos eternos rivales poéticos, del vanguardista y del comprometido, del afrancesado y del estalinista, del “pequeño dios” y de “la vaca sagrada”, como una “síntesis”. Él instalará su casa, que hoy es también su tumba, en Las Cruces a mitad de camino entre las casas de Neruda y Huidobro. ¿Casualidad? ¿Cálculo? ¿Oportunidad inmobiliaria? ¿Todas las anteriores? Una vez hablando con él me dijo que la primera casa que compró en Las Cruces fue el “Castillo Negro”, en los años ’80, un palacete con aires aristocráticos que alguien de manera intencional quemó, él pensaba que fue una venganza literaria, tal vez en esa época oscura, mucha gente se sintió “ofendida” por sus versos, por su crítica que no dejaba “títere con cabeza”. Luego del incendio compró otra casa muy barata, a pesar de su tamaño, al lado del castillo siniestrado, en esa casa pasó sus últimos años como “monje budista”.
Pero ¿por qué compró barato? Porque con los años, el “Litoral de los poetas” se volvió popular, pues era muy fácil llegar (incluso por el día), gracias al tren, luego al bus y al auto, por lo cual la gente de más recursos (los aristócratas o los nuevos ricos) que de acuerdo a un principio chileno, casi darwiniano se reúnen solo con sus pares, comenzó a buscar refugio más hacia el sur (Las Rocas de Santo Domingo o en algunos lagos) o hacia el norte (Algarrobo) o más al norte (Cachagua, Zapallar, Puerto Velero), huyendo de la chusma que como hormigas frente al alimento abandonado, todo lo invadieron. Así los ricos (de siempre) o los nuevos ricos decidieron veranear cada vez con más exclusividad, incluso los que se quedaron, buscaron playas privadas (sin importar si eran artificiales), con rejas electrificadas, con guardias, para que así la familia poblacional, no fuera a dejar los restos de la sandía y el melón en sus arenas. Gente que conduce autos de lujo y comen comida “premium”, que nunca bajan a la playa a la hora del calor, para no encontrarse con
la rotería y que disfrutan de sus piscinas con el mar de horizonte. Esta fue la oportunidad que Parra aprovechó para comprar una casa arriba de un cerro con vista al mar, donde por años fuera de su puerta hubo estacionado un “escarabajo” amarillo lleno de papeles y de libros.
La tumba del antipoeta fue cavada en el antejardín del castillo quemado, pronto seguramente será habilitada, al igual que su casa para ser visitada por multitud de “turistas culturales” (personajes que Parra detestaba). Lo más probable es que la tranquilidad de la calle Lincoln desaparezca, que los almacenes y botillerías de sus alrededores se conviertan en comercios donde se venderán reproducciones de sus Artefactos, poleras, vasos, chapitas, fotos y quizá algún emprendedor gastronómico bautice en su menú platos con nombres como: La cueca Larga, Poemas de salón, Hojas de Parra, Voy y vuelvo o inspirado, a todas las ofertas, les añada el prefijo “anti”. Así surgirán “las antiempanadas”, “los antianticuchos”, “la antiparrillada”, “el antimariscal”, etc.
Desde lo alto de un cerro me detengo a contemplar los residentes veraniegos del “Litoral de los poetas”, gente que a esta hora trata de encontrar un lugar en una playa atestada, las toallas y quitasoles unos al lado de otros, forman, a lo lejos, un paisaje colorinche de mal gusto, un “patchwork” mal diseñado. Pululan los vendedores ofreciendo su mercadería con mucha azúcar y grasas. El mar, aparentemente imperturbable, hace chocar las olas, como hace milenios, contra las rocas y la arena hoy denigrada, con basura y con los microplásticos de la espuma. Mientras tanto los veraneantes, llenos de un bloqueador pegajoso, sacan sus teléfonos y los consultan, ven videos, escuchan música, interactúan con sus redes sociales. Nadie lee Literatura, menos poesía. A muy pocos les importa que en estas costas se escribió gran parte de la obras de algunos de los poetas contemporáneos más importantes de Chile y de habla hispana, lo que realmente importa es el descanso, para volver al trabajo y que de nuevo te expriman en la cadena infinita que termina con la muerte productiva.
De pronto el sol se oscurece y entre la bruma logro distinguir los cerros de Cartagena, donde los huesos solitarios y de pie de Huidobro siguen tratando de entender por qué la gente no sabe que Altazor es el título de uno de los mejores poemas de todos los tiempos en los que se crea un lenguaje nuevo y no el nombre de un premio de la farándula. En tanto, puedo imaginar que los de Parra deben saltar en su ataúd, sabiendo que hoy la antipoesía es inofensiva, que muy pocos entienden, que para la mayoría es un chiste, un “meme”, a lo más un juego de niños, una broma, un eslogan. Y los de Neruda se revuelcan al comprobar que un jarrito con su nombre, hecho en serie en un país capitalista, el proletario consciente lo compra más que El Canto General.
Maximiliano Díaz Santelices.